Menos mal que la estatua del Changuito que hace pis de Aguilares no tiene el porte del Cristo de San Javier. No porque le falte dignidad, sino porque no la necesita. Mientras el Cristo abre los brazos sobre el cerro en clave monumental, el changuito orina con naturalidad en el centro de una plaza. Uno reclama silencio y devoción. El otro apenas una sonrisa cómplice.
Y sin embargo, ambos salieron de las manos de un mismo escultor: Juan Carlos Iramain, que parece postular así que el arte también puede ser travieso, callejero, menor en escala pero mayor en afecto. El changuito está descalzo, con un solo tirador, en postura irreverente pero sin escándalo. Una escena que todos reconocemos, porque alguna vez fuimos o conocimos a ese chico. Y no se lo castiga: se lo recuerda.
Su ancestro remoto es el Manneken Pis de Bruselas, un bronce del siglo XVII tan fresco e irreverente como él. Cuentan que representa a un niño que apagó las mechas de las bombas de un asedio español con su orina; lástima que necesiten un relato de solemnidad para justificar la travesura. El nuestro no es un héroe, hace pis nomás y a mucha honra. Con todo, la geografía del juego se extiende de Bruselas a Aguilares sin perder ni una gota.
En esa línea —la del gesto que interrumpe sin romper— parece que se inscriben también las esculturas de Ángel Dato, discípulo de Iramain, aprendiz en el buen sentido. Español de nacimiento, tucumano por elección, autodidacta sin academia, Dato esculpió grandes monumentos, encargos políticos contrarreloj. Pero en su faena privada talló en mármol durante décadas a niños: hermanos abrazados, chicos en bicicleta. Nada heroico, nada ruidoso. Solo la forma quieta de un cariño fraternal, de una infancia que no pide permiso para estar.
Lo curioso es que no tuvo hijos, pero los retrató como si los recordara. Hay en sus obras una ternura sin propiedad, una familiaridad sin herencia. También tuvo, como tantos artistas, un oficio paralelo: hacía retratos hablados en la Policía, dibujando identikits a partir de descripciones imprecisas. Pasaba del rostro fugitivo al rostro fraterno. Como Pessoa, que escribía desde un escritorio de banco, Dato trabajaba entre el retrato judicial y la escultura de la infancia.
Una vuelta de tuerca más: Aurelio Salas le hizo a su vez su retrato hablado, una caricatura de la imagen que le venía a la mente del escultor: Dato con el martillo en alto, frenando el golpe frente a un bulto de arcilla y diciéndose: “Maestro, respeto por la materia”. Su estirpe de niños y niñas eternas surgió de esa piedra.
En estos tiempos donde todo arte parece obligado a justificar su función, conviene volver a mirar al changuito. Él no explica nada. No denuncia. No representa. Solo está. Pero en su estar hay algo indeclinable: un modo de recordar que la infancia no es un tema del arte, sino una forma del mundo. Que, como dijo alguien, la infancia es la patria.
El arte quizás no sirva para nada en particular. Pero sin eso, todo lo demás se vuelve servicio, trámite, obediencia. Lo supieron Iramain y Dato, que pusieron niños en el centro de plazas y en mármol, a la vez que erigieron encargos gigantescos de emblemas históricos. Y lo sabe un pueblo como Aguilares que no siente que haya que elegir entre el monumento y el juego.